No mayor de siete años. Nombre desconocido. En la Plaza San Martín, donde convivía con otros treinta niños sin techo, lo llamaban Petiso. Su historia fue una de las que más conmocionó a la prensa y sus lectores en el invierno de 1983, no solo por su trágico destino sino por las condiciones en que vivió. Arrojado a las calles de una ciudad que le era extraña, convivió con fletes y explotadores hasta que una caja de iluminación a los pies del libertador San Martín lo mató instantáneamente con una descarga eléctrica. ¿Qué límites de deshumanización alcanzó Lima para hacer cotidiano el abandono infantil? Años más tarde, su vida ha sido olvidada casi por completo. En Google, los únicos cuatro vínculos que hacen referencia a su caso coinciden únicamente en la fecha de su muerte, pero erran. Petiso no murió electrocutado el 3 de setiembre de 1983 sino nueve días más tarde. Hace exactamente 32 años. ¿Pueden los años enseñarnos algo nuevo sobre un NN?

Para conocer qué sucedió esa madrugada del lunes 12, lluviosa y fría, hay que atar los cabos de información que la prensa entregó. Petiso sobrevivió en Lima apenas tres meses. No se sabe cómo llegó a la capital pero sí de dónde: Ayacucho. Temeroso y traumatizado por su pasado, su procedencia fue una de las pocas cosas que reveló a sus compañeros, niños que como él tenían la calle como única residencia. La vida dura forja un espíritu determinado y pese a no pasar de los siete años Petiso ya había desarrollado una determinación marcial por reservar su pasado. Jamás reveló su verdadero nombre ni el de sus padres y ante las insistencias de sus nuevos amigos solo abría la boca para recordar los horrores que vivió en su tierra. “Siempre hablaba de la muerte de muchas personas y de los terroristas”, dijeron sus amigos a un reportero del diario Ojo el día de su muerte. Fuera de eso, silencio total.

Una Lima realmente horrible 

Para inicios de los ochenta el Juzgado de Menores de Lima recibía cuarenta denuncias diarias por robo y arrebato, y la policía manejaba un registro de 98 mil niños en ‘abandono moral’ (una estadística poco sincera, pues se contabilizaba únicamente niños que habían delinquido). El país tenía la más alta tasa de mortalidad infantil del continente, una cifra que Petiso engrosó.

Lunes 12. Si el día anduvo como de costumbre, Petiso ha limpiado lunas y pidió limosna. Hoy no irá donde ninguno de los explotadores que, en la calle, se escudan en el eufemismo de ‘padrino’. Con ellos tendría comida y algo parecido a una cama, pero a cambio de una tarifa que variaba entre los mil soles de la época y todas las ganancias del día. O no quiso pagar o no consiguió lo suficiente. ¿Algún flete le habrá ofrecido también dinero a cambio de sexo, como a sus amigos? Es pasada medianoche, entre la una y las tres de la mañana, y Petiso busca dónde dormir. La lluvia moja su pelo, sus manos, su chompa roja, pero quizá no todo es tan malo: al menos no hay senderistas alrededor. No busca algún quiosco vacío en Colmena, en Dos de Mayo o en Parque Universitario, sino que prefiere aprovechar el calor de las cajas de iluminación del monumento de la Plaza San Martín. Ha pasado una década desde la última vez que un reflector ocupó ese hueco de concreto donde, apretados el uno al otro, dos niños pueden protegerse del frío. Probablemente es la primera vez que lo hace, pues se dirige hacia una de ellas y ‘Condorito’, otro de los niños de la plaza, lo recrimina desde su interior. “Sal de aquí –le ordena– esta es mi cama desde hace tres meses”. Petiso gira y se dirige a la siguiente caja. Hernán Julio Carrasco (6), su compañero esta noche, lo ve ingresar a la caja y lo sigue, pero se detiene poco antes, apenas ve aparecer desde la caja una fuerte luz y un sonido cósmico. "¡Petiso, Petiso, ¿qué te pasa?!", le grita. Quiere sacarlo de la caja, pero sus amigos gritan que él también se electrocutará. 

De un momento a otro todo son gritos, pero en su cubo de concreto Petiso parece dormido, acostado sobre su costado izquierdo, con la mano derecha quemada y la izquierda agarrotada.

El caso llenó páginas enteras en los diarios del martes. Electrolima, concesionaria de la iluminación en la Plaza San Martín, se lavó las manos mediante su vocero oficial: “técnicamente no creemos que el cable pelado le haya causado la muerte”. Consultado por la prensa, el Dr. Artidoro Cáceres describió la muerte de Petiso como “un holocausto a los pies del Libertador” y la caja de luz como “una cuna de concreto símbolo de nuestra sociedad”. “El trágico accidente es un vivo retrato de la brusca pendiente hacia donde marcha el Perú”, se dijo en el Diario de Marka. La sensación de fracaso social era palpable.

La distancia hace claro hoy lo que en su momento, mientras el terrorismo era un monstruo al que Lima miraba solo de reojo, nadie comprendió: Petiso fue una más de las víctimas mortales de Sendero Luminoso. Su muerte no fue perpetrada directamente por las huestes senderistas ni se suma en los registros de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, pero, sin embargo, solo fue posible por la acción terrorista 500 kilómetros al sureste de Lima, en su natal Ayacucho. Primero le robaron la alegría de ser niño; después, su propia vida.

¿A cuántos más mató la violencia interna? ¿Qué posibilidades distintas a la delincuencia hubiese tenido Petiso? En un momento en que la inseguridad domina la agenda pública, vale la pena preguntarnos de dónde venimos y qué hacemos por entendernos.

Miércoles 14. Son las 10 de la mañana y en la caja de iluminación solo queda una zapatilla. Petiso va camino del nicho 89-B del pabellón Santa Eulalia, en el Presbítero Maestro. El pequeño cajón blanco, donado por la funeraria Lincoln, viaja en los hombros de tres de sus pequeños amigos. “No queríamos que lo entierren sin nuestra presencia, éramos como hermanos –comenta uno de ellos a la prensa. Las lágrimas corren hacia su barbilla–. Él no tiene familia acá”. Nadie reclamó su cuerpo durante los casi dos días que ocupó en la Beneficencia Pública. La ceremonia es breve y fría, no se canta siquiera el tradicional Responso. La prensa de la época recuerda que el sepulturero luce sorprendido cuando coloca la lápida, podría ser la primera vez que ve a un no identificado llegar con acompañantes. El cajón entra en el nicho y los amigos de Petiso le dan un último adiós colocando margaritas y gladiolos frente a la inscripción: NN Petiso, 12 de setiembre de 1983.


*Ilustración: Mabe Panizo